En una lejana comarca había un aguador que tenía dos vasijas grandes que colgaban de los dos extremos de un palo que él sostenía sobre los hombros. Una de las vasijas tenía una rajadura; la otra estaba en perfectas condiciones.
Esta última siempre llegaba llena de agua, mientras que la rajada llegaba medio vacía. Eso ocurrió día tras día durante dos años. El pobre criado nunca llegaba con más de vasija y media de agua a la casa de su amo.
Desde luego, la vasija que estaba en perfectas condiciones se sentía orgullosa de sus logros, contenta porque cumplía a cabalidad con su razón de ser. En cambio, la vasija defectuosa se sentía avergonzada por su imperfección, deprimida por no poder llegar sino a la mitad del objetivo para el que había sido creada.
Al cabo de esos dos años en que se había considerado un rotundo fracaso, la vasija imperfecta, al llegar a la orilla del arroyo, le dijo al criado que la llevaba:
—¡Qué vergüenza la mía! ¡Cuánto lo siento!
—¿Y eso por qué? —le preguntó el criado—. ¿Por qué te sientes avergonzada?
—Porque durante estos dos años no he podido llegar con más de media porción de agua por esta maldita rajadura que me obliga a derramar la mitad a la orilla del camino. Por mi culpa no puedes aprovechar plenamente cada viaje.
El criado se compadeció de la vasija rajada, y con ternura le dijo:
—De regreso a la casa del amo, quiero que te fijes en las hermosas plantas de lindas flores que están creciendo a la orilla del camino.
En efecto, mientras subían la cuesta, la triste vasija se dio cuenta de que el sol brillaba sobre las flores silvestres a la orilla del camino, y esto sirvió para animarla un poco. No obstante, al fin del camino volvió a sentirse mal por haber derramado la mitad del agua que llevaba, y de nuevo le pidió disculpas al criado.
—¿No te diste cuenta de que sólo había flores en el lado del camino que te corresponde a ti? —le preguntó el criado—. El otro lado se ve desnudo. Yo siempre he estado consciente de tu defecto, pero he ido sacándole provecho. Por el lado tuyo del camino sembré semillas de plantas que dan hermosas flores, y todos los días al volver del arroyo, tú las has ido regando. Ya llevo dos años de estar recogiendo estas hermosas flores para adornar la mesa de mi amo. Si no hubiera sido porque eres exactamente como eres, él no habría podido disfrutar de la belleza y del perfume de esas flores.
Esta fábula nos recuerda el refrán que dice: «Tenemos este tesoro en vasijas de barro.»1 El refrán procede de la pluma de San Pablo, que luego explica cómo el poder de Dios se perfecciona en nuestra debilidad humana. «Por eso me regocijo en mis debilidades —concluye Pablo—; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.»2
Lo cierto es que todos, como vasijas de barro que somos, tenemos nuestros defectos. Pero si se lo permitimos, el Señor le sacará provecho a esas imperfecciones, y con ellas adornará y perfumará la casa de nuestro Padre celestial.
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